SIDI-BOU-SID





Está en África, a unos veinte kilómetros de la capital de Túnez, a diez de su aeropuerto y a orillas del Mediterráneo. De hecho sube por altos cantiles, despegándose del azul del mar en su camino hacia el otro azul del cielo.
Es blanca y azul; blanca por la cal y la luz, y azul por el mar, el cielo y la pintura con que adornan sus puertas, ventanas y fachadas, tradicional manera de solicitar la buena suerte en el mundo árabe.
Sidi Bou Said es una población (resulta difícil catalogar como ciudad a los asentamientos urbanos africanos, salvo media docena de metrópolis, tan lejos de nuestros esquemas occidentales) acogedora y liberal para lo que se estila en un país islámico.
En los cafetines situados en un radio de trescientos metros alrededor de la mezquita o de las diversas casas de santo nos será imposible beber alcohol, ya que lo prohíbe la religión. No obstante en ellos pondrán a nuestra disposición todo tipo de tés, con hierbabuena, miel, piñones...
Por las calles, inclinadas a lomos de cuestas excesivas por las que las casas engarrian prácticamente sobre los perfiles de un acantilado, nos encontraremos con artistas plásticos, escritores, poetas y mucha más gente algo loca y diferente, según palabras de Mohamed, un ocasional amigo hecho al vapor humeante del té en el cafetín más típico de Sidi Bou Said, ese que se encuentra en la parte más alta de la calle principal, tras subir por unas empinadas escaleras (es que aquí, repito, todo es empinado) y cruzar el arco ajedrezado de su entrada.
A ambos lados de una calle sin aceras se abren docenas de tiendas de todo tipo, fundamentalmente bazares y pequeños talleres donde, bajo los toldos formados por manojos de bolsos de piel de camello, los artesanos machacan adornos en platos de cobre o trabajan con mejor o peor fortuna la plata (o su sucedáneo, que de todo se encuentra en esta tierra de Alá).
Un viaje por Túnez siempre es recomendable. Especialmente por el Gran Sur, a orillas del desierto. Pero antes de volver a casa hay que hacer lo mismo que Mahoma cuando tuvo que salir de La Meca camino de Medina: limpiarse del calor y arenas desérticos. Por eso, nada mejor que guardar para el final del viaje cuatro o cinco días en una de las más bellas poblaciones del Mediterráneo.







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